lunes, 19 de abril de 2010

Antoíne Lavoisier


Antoíne Lavoisier: Tendría que pasar un siglo desde que Robert Boyle publicara El químico escéptico, antes de que la química adquiriera el lenguaje y los conceptos que necesitaba para transformarse en una ciencia respetable. Muchos científicos capaces ayudaron con su trabajo a esa transformación, pero hay uno que destaca sobre los demás. Se llamaba Antoine Laurent Lavoisier, y no es exagerado llamarlo, como hacen algunas personas, «el Newton de la química».

Lavoisier nació en París el 26 de agosto de 1743. Su padre era un abogado acomodado. Sus primeros pasos se dirigieron al mundo del derecho, e incluso obtuvo las calificaciones necesarias para practicar la abogacía, pero, como resultado de escuchar unas conferencias del astrónomo Lacaille, desarrolló un entusiasmo por la ciencia. Su primer interés se centró en la geología y realizó un trabajo loable en ese campo, pero pronto se dedicó a la química, que se convirtió en la pasión de su vida. En 1766, cuando sólo tenía veintitrés años, fue recompensado con la Medalla de Oro de la Academia Francesa de Ciencias por un ensayo sobre la mejor forma de iluminar una gran ciudad.

A diferencia de otros científicos de su tiempo —Cavendish, por ejemplo—, Lavoisier no era un tímido investigador de laboratorio, sino que llevó una vida pública muy ocupada y fue precisamente esa implicación en los asuntos públicos lo que provocaría su caída. Cuando tenía veinticinco años, en 1768, invirtió una gran suma de dinero en la Ferme Générale, una operación privada para recaudar impuestos alentada por el gobierno francés. Tres años después, se casó con la hija, de catorce años, de uno de los ejecutivos de la Ferme. Fue un matrimonio concertado, pero durante muchos años resultó feliz y productivo. Su esposa, Anne-Marie, era tan inteligente como hermosa y, en sus primeros años juntos, nunca fueron tan felices como cuando trabajaban en el laboratorio. Con el paso de los años, y con su marido pasando demasiado tiempo ausente debido a los negocios, Anne-Marie encontró consuelo en los brazos de uno de sus amigos; no obstante, siguieron manteniendo una relación cordial.

La intención de Lavoisier al invertir en la Ferme, era conseguir unos ingresos fiables de los que poder vivir mientras proseguía con sus investigaciones científicas. En este aspecto, tuvo éxito. Los ingresos, derivados principalmente de los impuestos que pagaban los pobres, fueron enormes y le permitieron construir un excelente laboratorio privado —posiblemente el mejor del mundo—, que se convirtió en un lugar de encuentro tanto para los principales científicos franceses como para las celebridades que visitaban el país,

Benjamin Franklin y Thomas Jefferson, por ejemplo. En este sentido, Lavoisíer fue capaz de estar al tanto de las especulaciones y los descubrimientos de los principales científicos del momento. En cuanto se enteraba de una nueva idea o de un experimento interesante, Anne-Marie y él se embarcaban en nuevas investigaciones propias. No obstante, no siempre fue lo bastante rápido en reconocer el trabajo de otros o la contribución que hicieron los demás a sus descubrimientos, y esto lo condujo a amargas disputas con sus compañeros, que creían que sus trabajos no recibían un apropiado reconocimiento.

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